martes, 8 de septiembre de 2015

Letra P | Opinión

La reencarnación del Estado

Oscar González | Para Letra P
Secretario de Relaciones Parlamentarios del gobierno nacional.

A propósito de la conocida maroma discursiva de Mauricio Macri, que del fundamentalismo privatizador pasó a reivindicar las políticas públicas del gobierno, antagónicas con cualquier formato neoliberal, es oportuno decir que la reencarnación del líder amarillo actualiza una discusión que atraviesa los últimos años sobre el carácter del Estado que vienen construyendo los gobiernos populares suramericanos.

Curiosamente, el tema parece interesar más a los politólogos europeos que a los protagonistas y dirigentes del nuevo “populismo latinoamericano”, exceptuadas las oportunas reflexiones del vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, y del asesor presidencial brasileño Marco Aurelio García.

Pese a la marca diversidad de las experiencias y el desparejo nivel de consolidación de los proyectos, esos gobiernos ofrecen elementos comunes que guardan semejanza con los Estados de Bienestar que surgieron en la Europa de la segunda posguerra e incluso más con los “estados sociales periféricos”, como se llamó a los regímenes nacional populares como los de Perón en la Argentina, Lázaro Cárdenas en México y Getulio Vargas en Brasil.

Esos rasgos comunes radican en el decisivo papel del Estado en la planificación de la economía y la producción, en la participación de los trabajadores en la puja distributiva del ingreso vía sus organizaciones gremiales y en el papel del Estado como garante de los derechos sociales: acceso a la salud, la educación, la previsión social.

Los estados sociales europeos nacieron como respuesta a la “amenaza” comunista que encarnaba la entonces Unión Soviética y su emblemático carácter de nueva utopía emancipadora, que alentaba las luchas de trabajadores cuyas condiciones de vida nada tenían que ver con la prosperidad del capitalismo imperialista de la época. Ya hacia fines de la década del ’30, la crisis mundial había marcado el fracaso del Estado liberal clásico, con su absoluta libertad de mercado y las teorías librecambistas, dogma de las grandes potencias capitalistas.

Fue para entonces que John M. Keynes revolucionó la teoría económica dándole fundamento a las políticas de los estados sociales al asignarle un papel decisivo al gasto y la inversión públicos en la regulación de los ciclos de la economía. Lo explicitaran o no, los gobiernos populares de América fueron naturalmente keynesianos más que ninguna otra cosa, al dotar al Estado un rol primordial en la protección del mercado interno, las producciones locales y la distribución del ingreso.

Pero mientras en Europa, heredera del liberalismo político de la Revolución Francesa y la modernidad, el sujeto de la democracia era el ciudadano, y el uno sin la otra no podía concebirse, en América latina el sujeto fundamental fue el pueblo, ya se tratara del pueblo mestizo, blanco, negro o indígena.

De manera que al mismo tiempo que América latina acogía las ideas de Keynes, la lucha por la hegemonía dentro y fuera de los gobiernos populares le daba una vigencia palpitante a algunas cuestiones planteadas por Antonio Gramsci: ni el Estado era ya un dócil instrumento de las clases dominantes ni una herramienta sin contradicciones al servicio de las clases populares, sino el ámbito donde luchan las fuerzas que pugnan por profundizar la democracia y aquellas otras que resisten desde zonas irreductibles del propio Estado: desde las fuerzas armadas y de seguridad hasta la justicia y otras áreas del poder público, incluidos los estamentos burocráticos del aparato estatal, en especial los organismos encargados del control de la economía financiera. Nada ajeno a lo que sucede hoy en varios países.

Por otra parte, el pasado colonial y semicolonial de nuestras naciones, que fue sucedido en casi todos los casos por la dependencia económica de Inglaterra y Estados Unidos, le dio un elemento distintivo a los procesos populares latinoamericanos, ya que la depredación y el saqueo perpetrados por las grandes potencias y sus aliados locales estimularon un sentimiento antiimperialista, nacionalista y anti oligárquico que cimentó las bases del populismo latinoamericano.

Es lo que los enemigos del populismo llaman “la invención de un enemigo externo para cohesionar las masas” detrás de un líder. Lo mismo que critican hoy los economistas del establishment y políticos como Macri, cuando dicen, al referirse al enfrentamiento con los fondos buitres, que el gobierno inventa enemigos en lugar de mirar las culpas propias.

Notable ironía: mientras en Europa el neoliberalismo sigue predominando y mostrando su peor cara, con el sometimiento de la democracia al capitalismo financiero, en América latina el fracaso del fundamentalismo de mercado fue sucedido por los gobiernos “pos-neoliberales”, como se los denomina con poca imaginación y menos gracia. Más aún, hasta se da el lujo de atraer, aunque ellos lo hagan con fines electorales, a los representantes más fieles del mercado y la derecha política, como Capriles en Venezuela, Cardoso en Brasil y, ahora, Macri entre nosotros. Aunque este último no sepa bien qué es un estado social y despotrique porque los hospitales porteños atienden la demanda del conurbano y reciben pacientes de los países limítrofes.

Volviendo a la pregunta del comienzo, ¿estamos asistiendo al nacimiento de nuevas formas de estado social en América latina en general y en la Argentina en particular? La academia local se ha preguntado si el conjunto de políticas sociales aplicadas a partir de la asunción de Néstor Kirchner en 2003 constituyen una efectiva “construcción de ciudadanía”. La condición para que así sea estaría dada por el carácter universal y no focalizado de los programas sociales más importantes, por ejemplo la AUH. La respuesta no se encuentra tanto en el análisis de tal o cual ley ampliatoria de derechos, sino en el conjunto de políticas públicas aplicadas a lo largo de estos años, que han transformado progresivamente las condiciones de vida de la mayoría del pueblo, y no sólo de los más desfavorecidos.

Porque en el perfil del Estado que se fue configurando en esta década se integran los derechos laborales recuperados, las negociaciones paritarias —de fundamental importancia social y económica en cuanto a sus efectos en la producción y el consumo—, el derrame del crecimiento económico (ahora sí, verdadero) hacia los sectores medios y la ampliación de derechos ciudadanos hacia segmentos sociales postergados o discriminados. Todo ello hace a la construcción de un Estado social.

La eterna crítica, a veces bienintencionada y otras no, de que el populismo subordina las libertades individuales a la justicia social ya es muy difícil de sostener con datos objetivos, a menos de que se piense con doña Rosa María Juana Martínez Suárez, alias Mirtha Legrand, que estamos bajo una “dictadura”.

Las derechas se han empeñado en hallar rasgos autoritarios e invasivos de la propiedad privada frente a cada acción oficial en la que el gobierno pone en juego su autoridad política, esto es, cada vez que desde el ejecutivo se ejerce el mandato de la voluntad popular. Y lo ha hecho con una firmeza y decisión imperdonables para quienes desean el retorno al Estado sin ciudadanos de los ’90, cuando un gobierno podía cambiar la composición de la Corte Suprema para consolidar privatizaciones amañadas.

La contraposición entre libertad e igualdad no es algo que hoy defina los niveles de democracia vigentes; por el contrario, la democracia se ha ampliado y acrecentado a lo largo de estos años en la medida en que ha mejorado sustancialmente el modo en que viven, trabajan, estudian y aman las mayorías populares, es decir, las condiciones mismas en que los ciudadanos deciden sus propias opciones políticas y de vida.

Publicado por Letra P, el 7 de septiembre de 2015

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