jueves, 9 de febrero de 2012

Palabras prohibidas, conceptos malversados

El discurso mediático de los enmascarados

Por Oscar González
Secretario de Relaciones Parlamentarias

Bastó que en un ámbito partidario interno se rozara el tema de la reforma constitucional, una cuestión clásica que cada tanto asoma en el debate público y que ni siquiera integra la agenda del gobierno, para que se desatara una verdadera furia periodística y arreciaran las acusaciones de perpetuación y totalitarismo. Alcanzó con que se anunciaran medidas económicas de notoria pertinencia en la búsqueda de equidad social, para que arreciara la vocinglería opositora sobre supuestos ajustes.
Expresión de un discurso mediático que encubre sus verdaderas intenciones, tanto la actitud de muchos entusiastas reformistas del ’94 que ahora refucilan simplemente porque se mencionan hipotéticas posibilidades de modificar la ley fundamental, como la furia de los neoliberales de siempre que agitan consternados los descabellados peligros de un mendaz ajuste, convocan a una breve consideración.
Estos episodios recuerdan que durante mucho tiempo –y hasta bien entrada la primera década de este siglo– todavía se hablaba en diversos ámbitos de “Proceso de Reorganización Nacional” para designar a la última dictadura y no pocos docentes, historiadores, políticos –y sobre todo periodistas– asumían la denominación que la junta de comandantes le concedía a su propio y atroz gobierno.
Hubo que dar una batalla en varios frentes para que las palabras revelasen lo que se pretendía enmascarar, una disputa por el lenguaje y por el sentido indispensable para construir la memoria de aquellos años aciagos y evidenciar su verdadera significación. Del mismo modo, el relativamente reciente concepto que define aquel gobierno faccioso como dictadura “cívico-militar”, se asienta en la necesidad de no olvidar la complicidad de un sector corporativo que no sólo apoyó sino que se complicó orgánicamente en el proyecto genocida y de depredación social y nacional de que fue víctima nuestro país.
Durante el menemismo, el predominio abrumador del discurso liberal fundamentalista había prácticamente desterrado el uso de ciertos conceptos y categorías que aludían a los deberes sociales del Estado y a otros abandonos. Incluso cuando era ya evidente que la Convertibilidad estaba herida de muerte y que el 1 a 1 era una pura ficción insostenible, los analistas económicos más audaces apenas se atrevían a hablar de un probable “deslizamiento monetario” para aludir a una devaluación que, sabían, sería ineludible.
En años recientes, esa eterna pugna por el lenguaje recobró una vigencia inusitada al reflejar los inexorables conflictos que, como no podía ser de otro modo, desataron las políticas públicas inclusivas desplegadas desde 2003.
Fue desde entonces que hubo lugar para la irrupción de un nuevo enunciado que posibilitó reemplazar la palabra “proceso” por la simple y exacta denominación “dictadura”, que ahora se atreven a pronunciar en voz alta los maestros en el aula y a escribirla aun los periodistas más pusilánimes. Lo contrario de lo que pasa, por ejemplo, en Chile, donde los grandes medios no llaman dictador a Pinochet ni dictadura a su régimen, revelando que todavía no han podido saldar las cuentas con su historia reciente.
Hoy, la disputa por la palabra resume y condensa una confrontación en la que lo que se discute es tanto la distribución del ingreso y el perfil productivo como la identidad y la memoria.
Se trata de una puja necesaria y legítima que expresa los conflictos que son sustantivos a la construcción democrática. No se reduce a una pelea entre gobierno y oposición, como pretenden los medios del establishment, que buscan anular los matices induciendo a una polarización disolvente en la que todos los que no se suman a la ofensiva reciben el calificativo de “adictos”, aunque sean sectores que mantienen su autonomía de pensamiento pero reniegan de aportar a la restauración neoliberal.
En ese empeño manipulador, los grandes medios repasan obsesivamente, una y otra vez, palabra por palabra, frase por frase, el discurso del gobierno, retorciendo su sentido hasta transmutarlo siempre en objeto de acusación y condena. Así, como ya se ha dicho, los campeones del ajuste acusan al gobierno de querer aplicar… un ajuste, mientras connotados promotores de la última reforma de la Constitución acusan al oficialismo de querer… reformar la Constitución.
Es que al parecer, hay palabras interdictas, hechos y cosas que se pretenden innombrables. Cuestiones que se considera peligroso siquiera mencionar. Al mismo tiempo hay denominaciones antojadizas que se aplican impunemente para desnaturalizar la realidad y ocultar los verdaderos objetivos.
Distinto sería si este fuera un gobierno débil y complaciente con el privilegio. Entonces, quienes hoy se convulsionan porque alguien habla de una modificación institucional –prevista por otro lado en nuestra normativa–, quienes desnaturalizan aviesamente el sentido de las políticas públicas, estarían imponiendo una agenda colmada de medidas exactamente contrarias a las que son la razón de ser del actual proyecto nacional, popular y democrático que hoy avanza en la Argentina.

Publicado por el diario Tiempo Argentino, el 9 de febrero de 2012.

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