lunes, 30 de enero de 2012

Juez Baltasar Garzón

Un crimen de lesa impunidad

Por Oscar González 
Secretario de Relaciones Parlamentarias.

La mayoría del conservador Tribunal Supremo español enjuició a Garzón y hoy tramita su caso. Cada uno de sus miembros está realizando, precisamente, el delito por el que acusa.

Hace más de 15 años los argentinos descubrimos al juez español Baltasar Garzón,  un joven magistrado que escuchaba con atención a las desatendidas víctimas de nuestra dictadura, reunía minuciosamente pruebas y pedía el encarcelamiento de los más atroces jerarcas militares, como Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera, Leopoldo Fortunato Galtieri, Cristino Nicolaides, Jorge Isaac Anaya, Antonio Domingo Bussi y Carlos Guillermo Suárez Mason. Un tiempo después, el mundo democrático lo admiró por conseguir lo inimaginable: la detención del dictador chileno Augusto Pinochet en Londres.
 Para lograr esos objetivos, aplicó el principio jurídico de la jurisdicción universal, por el cual cualquier Estado tiene autoridad para perseguir ante sus propios tribunales a un individuo presuntamente responsable de delitos de lesa humanidad, independientemente de su nacionalidad y la de la víctima, y aunque los hechos hayan sido cometidos en otros países. Este postulado, que data del siglo XVII, propone que no queden impunes los delitos atroces que afectan bienes jurídicos fundamentales y ofenden a la humanidad entera.
 La jurisdicción universal es subsidiaria de la nacional, se aplica cuando el acusado no es juzgado en el Estado donde habría cometido los delitos aberrantes. Garzón actuó porque ni la justicia argentina ni la chilena lo hicieron. Los tratados internacionales de Derechos Humanos dieron asidero legal a sus resoluciones.
 En 2006, su juzgado recibió la denuncia de secuestros, torturas, desaparición y ejecución de miles de personas durante la Guerra Civil Española y la posterior dictadura franquista. La investigación de esos hechos estaba vedada por la Ley de Amnistía de 1977 que auguraba tranquila vida a los represores ibéricos  y una impunidad que convalidaba aquello de que antes de dejar el mundo de los vivos, Franco “dejó todo atado y bien atado”.
Dos años después, para sorpresa de muchos, Garzón se declaró competente para entender en esas denuncias, calificando a los hechos como “crímenes contra la humanidad”. Consideró que Francisco Franco y 34 militares que los secundaron en el alzamiento contra la República Española habían desarrollado un “plan sistemático de exterminio”, del cual resultaron víctimas los partidarios de esta. Alrededor de 130 mil denuncias de personas desaparecidas, con nombres y apellidos, avalaron la decisión del juez.
Para decidir como lo hizo, Garzón se limitó a aplicar la legislación internacional que obliga a España a indagar cualquier violación de Derechos Humanos, y que tiene por inválidos a indultos y amnistías de hechos aberrantes. La misma sobre la cual ese mismo 2008 se fundó la Organización de Naciones Unidas, a través de su Comité de Derechos Humanos, para señalar que “La amnistía concerniente a graves violaciones de los Derechos Humanos está en contradicción con las disposiciones del Pacto Internacional sobre los Derechos Civiles y Políticos” y para recomendar a España “abolir la Ley de Amnistía de 1977 y tomar medidas legislativas para garantizar la investigación de los crímenes contra la humanidad, como así también la creación de una comisión de investigación y la identificación y exhumación de los cuerpos de las víctimas.”
Cuando comenzaban a desarrollarse los procesos, la pretendida aplicación de la legislación internacional a la realidad española –aplaudida cuando se la postulaba para el caso argentino o chileno–, se convirtió en el objeto de la acusación contra Garzón. Dos organizaciones derechistas lo llevaron a los tribunales, endilgándole el delito de prevaricato, esto es dictar a sabiendas una resolución injusta.
Ante la perplejidad de la comunidad jurídica internacional, la mayoría del conservador Tribunal Supremo español enjuició a Garzón y hoy tramita su caso. Cada uno de sus miembros está realizando, precisamente, el delito por el que acusa. Ellos, que saben que la investigación de crímenes de lesa humanidad por parte de cualquier juez jamás puede constituir una conducta delictiva, están cometiendo prevaricato y deberían ser juzgados por eso.
 Frente a eso aparece atinada la reflexión de Reed Brody, consejero legal de Human Rights Watch, formulada en estos días: “Resulta paradójico que Garzón esté siendo juzgado por intentar aplicar en su país los mismos principios que logró promover con éxito en el ámbito internacional. A 36 años de la muerte de Franco, España finalmente va a juzgar a alguien en relación con los crímenes cometidos durante su dictadura, y esta persona es nada menos que el juez que intentó investigar tales delitos.”
 Pero en definitiva no se trata sólo de un debate jurídico. El proceso a Baltasar Garzón, además de ilegal, es político y muestra la peor cara de la descendencia franquista. Sus consecuencias, cualquiera sea el resultado final, serán negativas y exceden a España, convirtiéndose en aliento para no investigar las acciones criminales de las dictaduras –en cualquier lugar del mundo por las que estas se enseñoreen–, en aliento para no aplicar el principio de jurisdicción universal cuando permanezca impasible el Estado en que un delito de lesa humanidad se cometió.

Publicado por Tiempo Argentino, pág. 20, el 28 de Enero de 2012.

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