viernes, 25 de septiembre de 2015

Opinión | Revista de Ciencias Sociales Universidad Nacional de Quilmes

Los andamios del golpismo

Oscar R. González
Secretario de Relaciones Parlamentarias de la Nación y ex diputado nacional del Partido Socialista. Texto de mayo de 2015.

Los historiadores del futuro quizás ubiquen el comienzo del siglo xxi en el año 2008 –del mismo modo que Eric Hobsbawm fijó el inicio del siglo xx en la Primera Guerra Mundial–, con el estallido del sistema financiero en Wall Street, que se expandió rápidamente a la economía mundial hasta impactar en la producción real de los países desarrollados y de las economías emergentes. Aunque esa no fue la primera crisis tras la segunda posguerra, fue la más grave. Después de la de 1987 en Estados Unidos se desencadenó una oleada en los países emergentes: la del Tequila en México en 1994-1995, la de los países del Sudeste Asiático y Japón en 1997, la de Rusia en 1998, la argentina de 1997, la de Brasil en 1998-1999 y otra vez la argentina en 2001, que fue también una crisis política. Algunos economistas han señalado la notable coincidencia de estas debacles financieras con el lanzamiento de agresivas campañas militares en Medio Oriente por parte de Washington, en una suerte de curioso keynesianismo militar.

La crisis que comenzó en Estados Unidos con el derrumbe de las hipotecas subprime en 2007 y eclosionó en Wall Street en 2008 aceleró y profundizó los procesos de destrucción de los estados sociales europeos, que en realidad ya había comenzado en las vísperas de los ochenta con Margaret Thatcher en Gran Bretaña y, ya en los ochenta en los Estados Unidos con Ronald Reagan. Al mismo tiempo, le dio visibilidad a una serie de cambios en el contexto económico y geopolítico mundial, ahora caracterizado por las crecientes dificultades de Estados Unidos para imponer su hegemonía a nivel planetario, la consolidación de China como potencia emergente y en disputa, la imposibilidad de Washington para consolidar equilibrios favorables en Medio Oriente y, más recientemente, por el intento de Rusia de afianzar un bloque eurasiático centrado en ella, más el antagonismo, puesto en primer plano por la crisis, entre el capital financiero y la gobernabilidad democrática, que es la forma que adopta hoy la confrontación entre capital y trabajo.

El modelo de acumulación capitalista impuesto a nivel planetario a partir de aquellos ochenta, que parecía inexpugnable pese a sus enormes costos sociales, tocó sus límites en el derrumbe que afectó la economía mundial treinta años después. La hegemonía del capital financiero, respaldada por el aplastante predominio militar y tecnológico de los Estados Unidos en medio de lo que se creía el fin de la bipolaridad, puso a Europa a las órdenes de Washington, no solo en los países gobernados por la derecha sino que produjo un proceso de vaciamiento ideológico y claudicación política en los partidos socialdemócratas y socialistas europeos, poseedores de una larga tradición reformista de generación y defensa de los derechos sociales y de las conquistas obreras. Estos partidos resultaron cómplices entusiastas de las reformas de mercado, colaborando con un panorama desolador a la hora de resistir la ola neoconservadora.

Al mismo tiempo, el belicismo estadounidense alineó a los países europeos –varios de ellos importantes fabricantes y proveedores de armamento a todas las facciones en pugna– en el intervencionismo militar en Medio Oriente y Asia. Pero fue en países de América Latina –asolados primero por dictaduras militares, luego por la crisis de deuda de los ochenta y, más tarde, por las feroces reformas promercado aplicadas en la Argentina, Brasil y México por sus respectivos gobiernos neoliberales– donde surgirían respuestas populares a la depredación financiera. Cada una con sus peculiaridades históricas, políticas y culturales, un conjunto de naciones puso en marcha procesos populares y democráticos con participación de masas que, de un modo u otro, confrontan fuertemente con los grandes grupos de poder y de presión locales e internacionales. Allí se dan cita la rapiña del capital especulativo local e internacional, la avidez de las grandes potencias –principalmente Estados Unidos pero también Europa– por los recursos naturales no renovables, y la enconada disputa económica, política, social e ideológica del modelo de acumulación rentístico-financiero con las aspiraciones democráticas, de vida y de trabajo de las mayorías populares.

La vieja contradicción entre el capital nacional, interesado en el desarrollo local independiente, y los monopolios internacionales de la industria y las finanzas, no tiene peso en las sociedades emergentes de las grandes transformaciones surgidas a partir de los ochenta. Es el caso de la Argentina donde, desde la dictadura cívico-militar en adelante, el proceso de transnacionalización de la industria ya no pudo revertirse de manera significativa. Hoy la gran industria está en manos de empresas extranjeras que tienen un fuerte componente financiero. Lo mismo sucede con las patronales agropecuarias, cuyas ganancias se reinvierten en la especulación inmobiliaria y en los fondos de inversión radicados en paraísos fiscales.

Hay elementos comunes en la manera y los medios con que se despliega el agresivo asedio a los gobiernos populares de América Latina, ya sea en Bolivia, Brasil, Ecuador, la Argentina o Venezuela. En primer lugar, el papel desempeñado por los conglomerados de prensa, que disponen de tecnologías de comunicación que les permiten alcanzar un lugar oligopólico de privilegio, a menudo excluyente, en la disputa política e ideológica. 
Los medios hegemónicos son hoy, en gran medida, la sociedad civil, hasta tal punto que han sustituido el papel de los partidos políticos como generadores de consensos y como productores de proyectos y programas. 

Los partidos tradicionales se han ido fragmentando al compás de este vaciamiento de discursos y utopías, relegados al papel de coro desafinado que replica las directivas emanadas del capital rentístico-financiero a través de diarios como Clarín y La Nación. Todos ellos son actores protagónicos de las operaciones de desgaste y desestabilización, mediante campañas sucias de mentiras y manipulación de la opinión pública, apoyadas en una enorme capacidad tecnológica de difusión.

Los grandes grupos como Clarín de la Argentina, Televisa de México y Rede O Globo de Brasil, son conglomerados empresarios con inversiones en las finanzas, la industria, la producción agropecuaria, la educación privada, la industria del entretenimiento, cuya asociación con fondos de inversión internacionales los integra al capital especulativo mundial.

Esta integración está en la base de la confluencia, en tiempo y lugar, de la ofensiva de los fondos buitre contra la Argentina; de los fallos judiciales de tribunales estadounidenses que apañaron esa ofensiva; de la indiferencia de la administración Obama frente al caso luego de un tibio apoyo inicial; de la interacción estrecha entre la derecha estadounidense –como el lobby gusano de Miami y el Tea Party–, los usureros y los halcones republicanos; de la complicidad abierta de esa gente con los grandes diarios argentinos y sus columnistas habituales; de sectores de la justicia donde se acumulan capas geológicas vinculadas a la última dictadura y a los grandes negocios de cualquier índole con jueces y fiscales que creen que la democracia es un exceso y debe ser vigilada y controlada. En fin, del coro integrado por todos ellos y los dirigentes del capital agrario, las finanzas, la gran industria y el comercio, clamando por un inmediato acatamiento a las demandas de los buitres ordenadas por el juez Thomas Griesa, como un primer paso del regreso al endeudamiento externo, la devaluación y los recortes presupuestarios. En cuanto a la oposición político-electoral, en ella se dan el brazo la derecha dura e insensible del pro, el neopejotismo que encabeza Massa, el social-liberalismo de los partidos que fugazmente integraron unen y el peronismo residual. La izquierda tradicional, como siempre y a diferencia de la izquierda de los setenta, se mantiene independiente: independiente de cualquier construcción política alternativa.

La visibilización de estas complicidades demostró el asombroso nivel de control planetario que ejerce el capital especulativo, que lejos de ser marginal, como creían algunos, integra el sistema financiero mundial junto a los grandes bancos de inversión de Estados Unidos, Europa y Japón. Las contradicciones manifiestas entre los fondos buitre y el FMI y otros organismos internacionales, por ejemplo, no son otra cosa que la pugna de esas instituciones por imponer alguna forma de regulación a la voracidad incontenible de aquellos, que amenazan destrozar cualquier negociación de deuda soberana de otros países. Lo que el FMI defiende, en última instancia, son los bancos poseedores de bonos de los países endeudados, que más temprano que tarde irán a una reestructuración de la deuda, como hoy lo está reclamando Grecia.

El sitio puesto a la gestión de Cristina Fernández por esta poderosa liga de intereses tuvo su último hito en la asombrosa patraña puesta en marcha por el finado fiscal Alberto Nisman, probablemente un instrumento más de la guerra de inteligencia que Estados Unidos e Israel libran en el tablero de Medio Oriente irradiándola a todo el mundo. La explosiva denuncia y, sobre todo, la aparición del fiscal sin vida fueron recibidas con alborozo por la prensa corporativa y muchos dirigentes opositores en el intento de erosionar el poder presidencial. Como en casos anteriores, en “la marcha de los fiscales” se movilizó una fracción de las capas medias en contra del gobierno. Ese sector, al igual que la clase alta, de buen nivel educativo pero módica formación política y culturalmente limitada, imaginó un cierre de círculo condenatorio: corrupción, indecencia, exacción a la propiedad y, el colmo, asesinato de un fiscal presto a fulminar al poder político.

Que el gobierno argentino haya resistido y superado semejante carga, luego de años de operaciones desgastantes, solo se explica por la capacidad de organización y la movilización crecidas al calor del conjunto de reformas sociales y de afianzamiento y consolidación de los derechos sociales, con particular énfasis en la política de memoria, verdad y justicia y de inclusión social de vastos sectores. Son conquistas que ganaron, especialmente, el corazón y la conciencia de millones de jóvenes, herederos de la tradición de lucha de las generaciones pasadas. 

Si los grandes grupos de poder, y con ellos el conjunto de la oposición, esperaban que la denuncia de Nisman, coronada por su sospechosa muerte, fuera la ofensiva final contra la presidenta y, sobre todo, que funcionara como una lección implacable para los candidatos que aspiran a sucederla, mostrando cuál es el límite de la democracia formal y de la autonomía política, la formidable respuesta popular del domingo 1 de marzo, cuando la primera mandataria inauguró el año parlamentario rodeada del apoyo de amplios sectores movilizados de la sociedad, demostró una vez más la vitalidad de un proyecto de cambios sociales, económicos y culturales que ha arraigado profundamente en la conciencia social. 





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