sábado, 26 de octubre de 2013

La Mañana de Córdoba

Custodios de la República o vigilantes de la renta

Columna de Opinión de Oscar R. González, (Dirigente de la Confederación Socialista Argentina. Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional), sobre la situación política nacional.
 
Hace años, Torcuato Di Tella vaticinaba que el sistema político argentino iría deslizándose hacia la conformación de dos grandes bloques, uno de centroderecha y otro de centroizquierda y que ambos subsumirían las diversas identidades y tradiciones históricas. Según esa hipótesis, dichos frentes políticos no se limitarían a mera sumatoria de los partidos conocidos sino que supondrían un realineamiento de corrientes o tendencias internas que venían conviviendo con relativo sustento y a menudo con escasa comodidad dentro de sus estructuras de origen.

La previsión de Di Tella se viene cumpliendo de algún modo, sobre todo a partir de la crisis de 2001, que dinamitó todos los sobreentendidos —o malentendidos— con los que se manejaba la política local. Esta nueva configuración no es una originalidad argentina y exhibe puntos de contacto con las de otros sistemas de partidos. Pero a diferencia del caso estadounidense, el británico y en general el de aquellos en que la socialdemocracia representaba la izquierda posible, la brecha ideológica no ha tendido a diluirse, sino a acentuarse.

Hasta 2002 Argentina fue un laboratorio donde la regresión neoliberal, la cooptación del Estado y la subordinación de la política se manifestaron con particular fuerza. Durante el menemismo, ya el país puesto de rodillas, el capital concentrado y los organismos multilaterales implantaron un nuevo modelo económico que permitió a sus dueños ganancias extraordinarias pero empujó a grandes masas de población y miles de empresas hacia el abismo. La ilusión de la Alianza, que ganó las presidenciales de 1999, se nutrió de la idea de que el problema de fondo del neoliberalismo era la corrupción. A poco andar, los cuadros del cavallismo y el FMI dirigían la Argentina y terminaban con lo poco que había quedado.

En 2003, descartada una nueva elección de Menem y con el país en llamas, el poder corporativo buscó imponer, no sólo la continuidad del programa neoliberal, sino un gobierno que pusiera orden, que reprimiera, aun con el fracaso de Duhalde a la vista. Kirchner fue, como se dice, un presidente inesperado pero no sólo porque desobedeció el ultimátum que se le planteaba, sino porque supo entender un clima de cambio de época y caminar por el estrecho desfiladero que conducía a salir de la crisis.

Esa salida demandaba, por lo menos, tres decisiones fundamentales: romper con la lógica del sometimiento a la auditoría del capital financiero y los organismos multilaterales para impulsar un programa económico que alentara la producción, el mercado interno y la reindustrialización; recuperar la capacidad de decisión e intervención del Estado y refundar la política como dispositivo de contención e integración social.

Con mayor o menor pericia para comunicar el sentido, el alcance y la importancia de las realizaciones concretas de estos años, el kirchnerismo tuvo una particular destreza para configurar dialécticamente el campo del “enemigo” constituyente de ese bloque de centroderecha del que hablaba Di Tella. En cambio, la acumulación política propia se evidenció más voluble, más reacia a acompañar las propuestas más osadas o, en algún caso, menos dúctil a la hora de comprender las inevitables concesiones a la política real.

¿Significa eso que no existen contradicciones ni asignaturas pendientes y que en cada caso se tomó la mejor decisión posible? Nadie lo supone así, pero con sus más y sus menos, con sus limitaciones y sus debates inconclusos, el kirchnerismo se ha revelado como el único proyecto capaz de imaginar un horizonte político transformador y garantizar, no sólo el ejercicio de los derechos recuperados y las nuevas conquistas de estos años, sino la independencia misma de la política y la autonomía del Estado frente a los poderes fácticos.

Contra lo que algunos ingenuos creen, otros quieren creer y unos cuantos quieren hacer creer, no se trata de una batalla menor. Si se descuentan las vísperas de los golpes de 1930, 1966 y 1976, éste es el gobierno que más ha sufrido el asedio de la prensa, convertida en ariete, ideóloga y organizadora de la reacción conservadora, a la que se subordinan todos los políticos opositores que procuran no quedar fuera de la pantalla.

Pero no es la única ofensiva. La demanda de los fondos buitre —vista con indisimulada simpatía por los medios hegemónicos—, la fuga de divisas, la evasión en sus distintas formas y hasta el salvajismo con que la prensa trata de demoler el prestigio de funcionarios, dirigentes y militantes de todo origen y nivel son apenas una muestra de las resistencias que genera no doblegarse.

Es que, en última instancia, la Argentina no asiste a un atildado debate académico acerca de la belleza y el bien común. Con resultados que impactan de manera directa sobre las condiciones de trabajo y de vida de millones de personas, están en juego relaciones de fuerza, tasas de ganancia, privilegios e intereses que despiertan “las pasiones más violentas, más mezquinas y más odiosas que anidan en el pecho humano”, según la elocuente expresión de Marx.

No inmune a esas amenazas ni a la crisis que el mundo desarrollado quisiera que pagaran los mismos de siempre, la Argentina tiene enormes tareas por delante. Algunas de ellas han sido explícitamente enunciadas. Otras siguen sometidas al arbitrio de decisiones corporativas, como ocurre con la aplicación plena de la ley de medios. Y varias más esperan turno para el debate político.

Si se acepta como válida la hipótesis de Di Tella, quizás el mayor desafío sea cómo estructurar y consolidar un bloque de centroizquierda, plural y perdurable, capaz de poner en práctica las tareas pendientes, ensanchar el campo de lo posible y llevar aún más lejos el proceso de reformas, inclusión social y ampliación de derechos vigente.

Uno de los trabajos políticos más importantes que le cabe a ese bloque diverso es librar, profundizar y extender la batalla por la hegemonía cultural, por el sentido común de las mayorías y los más reticentes sectores medios.

Más allá de capitulaciones y complicidades, una de las causas de la crisis de la socialdemocracia radica en su incapacidad para responder a los desafíos de un nuevo escenario, en el que confluyen el desmoronamiento del socialismo real, la crisis del Estado de Bienestar, la irrupción triunfante del neoliberalismo y sus valores culturales, la emergencia de nuevos actores políticos y sociales, el debilitamiento de la clase obrera tradicional, la ruptura con patrones de acumulación que privilegiaban la producción industrial y la consolidación de un capital financiero multinacional capaz de imponerse a Estados que se presumían soberanos.

Una de las riquezas del proceso político argentino —y latinoamericano— consiste precisamente en la diversidad de respuestas, tradiciones y perspectivas que se articulan para fundar una nueva época. No se trata de un proceso uniforme y unidireccional, sino que abundan las contradicciones y hay múltiples asignaturas pendientes, que en algunas ocasiones tienen relación con las limitaciones de los actores involucrados, en otras con relación de fuerza que no permiten ir más allá y en algunas más con que aún hay debates abiertos sobre cuestiones de fondo.

Para algunos, en la Argentina, esas limitaciones no son sino la demostración de la insuficiencia del populismo, de que la mentada batalla contra el neoliberalismo sería sólo un relato —una expresión que ciertos críticos por izquierda han tomado de la prensa dominante—, de la ausencia de voluntad política para ir a fondo.

Tres argumentos permiten desestimar esas impugnaciones. Por un lado, datos puros y duros en los más variados ámbitos confirman los cambios progresivos registrados en estos años, por más que no agoten la agenda de transformaciones pendientes. En segundo lugar, el proceso en marcha ha levantado niveles tales de resistencia y conspiración que cuesta asociarlos a resultados neutros en materia de distribución del ingreso y el poder. Algunos progresistas, cándidos o inescrupulosos, se han sumado al barco de la defensa de la república, cuya carta de navegación es trazada por el gran capital y los medios hegemónicos. Conviene recordarles que ese republicanismo abstracto fue invocado cada vez que los movimientos populares se desplazaban del lugar que les reservaba la cultura política dominante.

Finalmente, el aún inconcluso proceso de transformaciones ha tenido el mérito nada desdeñable de poner en el centro del debate muchas cuestiones diversas y significativas. En muchos aspectos, este proyecto retoma los rasgos más rescatables de la primavera alfonsinista y banderas históricas del socialismo, y es el heredero del mejor peronismo, en cuanto discute la distribución del ingreso, incorpora a los sectores populares e interpela a los poderes tradicionales. A esas tres reivindicaciones, ha sumado una singular capacidad para atender, absorber y llevar a la práctica las demandas de colectivos muy heterogéneos.

En estas elecciones se definirá la composición del Congreso para los próximos dos años. La experiencia de los periodos parlamentarios 2010 y 2011, cuando la oposición paralizó la gestión legislativa y no fue capaz de alumbrar iniciativas capaces de beneficiar al conjunto de la sociedad, debería ser disuasivo suficiente para repeler el engañoso discurso de quienes, más que custodios de la república, parecen garantes de los negocios del gran capital. La opción entre los bloques que describía Di Tella asoma, así, bastante clara.

Publicado por La Mañana de Córdoba, el 25 de octubre de 2013

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