domingo, 26 de mayo de 2013

Tiempo Argentino

El político que no pedía permiso
 
Oscar González | Dirigente de la Confederación Socialista (*)
 
Hace diez años, en vísperas de las transformaciones que cambiarían el horizonte de la política argentina, moría Alfredo Bravo, un militante comprometido con las luchas populares que vivió de acuerdo con sus convicciones.
Aunque, como sabemos quienes lo conocimos íntimamente, le fatigaban las disquisiciones ideológicas, tenía un agudo sentido de cuál debía ser su ubicación política, una conciencia de clase que lo hacía sentirse cerca del pueblo y lejos de quienes, en última instancia y por más ropajes plebeyos que vistieran, él percibía dispuestos a traicionarlo.
Alfredo perteneció a una generación de socialistas para los que esa identidad integraba tres aspectos centrales: la defensa de los trabajadores, de la escuela pública y de los Derechos Humanos. En su concepción, se trataba de una misma lucha para forjar un país más democrático, justo e igualitario.
Y vivía esa lucha con pasión y alegría. La misma pasión, la misma alegría con que disfrutaba del fútbol, del tango, de los amigos, de un buen libro, de una buena comida, de sus azaleas, de su escritorio en la casa de Saavedra. Era, casi en la misma medida, un calentón: no cultivaba la hipocresía y llamaba a las cosas por su nombre, aunque eso, por momentos, fuera decididamente incómodo.
Eso le permitió plantarse, sin ambigüedades ni doble discurso, y denunciar a quienes desertaban del mandato popular, a los que alentaban una opción mentirosa al menemismo, a quienes defraudaban el legado de una tradición política para embarcarse en el mismo navío que sus antagonistas históricos.
Hace diez años, vivimos con enorme congoja su partida. Eran momentos difíciles. Después de la dictadura, de los años tormentosos del alfonsinismo –que pasó de la primavera al invierno sin solución de continuidad–, de la década infame del neoliberalismo menemista, de su pervivencia bajo la Alianza, que él y los socialistas convencidos abandonamos más temprano que tarde, la Argentina con la que él seguía soñando parecía perdida para siempre.
Cuando lo despedimos en el Congreso, los que concurrieron a esa última cita representaban de manera muy genuina el universo de lealtades, simpatías, compañerismos y amistades que era capaz de convocar Alfredo. Eran una muestra de lo que había sembrado en esa vida multifacética y apasionada.
Estaban los artistas, la gente de teatro, los escritores, los sindicalistas, los militantes de los Derechos Humanos –que habían compartido con él los años peligrosos y sin destino a la vista–, los legisladores de diversas bancadas parlamentarias que lo consideraban un maestro, sus compañeros de militancia política, que seguían batallando por la conformación de un partido socialista que honrara sus mejores tradiciones.
Murió apenas unas horas después de que su querido país comenzara a transitar una nueva etapa. Tras la malversación de la Alianza, las presidenciales de aquel año habían vuelto a agitar el fantasma del retorno del menemismo, que por otra parte nunca se había ido del todo. Para él, como para muchos de nosotros, ese gobernador patagónico que había obtenido 22% de los votos era, sobre todo, una incógnita. Y así, probablemente habría visto con desconfianza el arribo de un presidente desconocido que prometía no abandonar sus convicciones.
Aunque la historia contrafáctica tiene sus riesgos, nos animamos a pensar que ese escepticismo inicial habría ido cediendo lentamente, a medida que los discursos daban paso a las acciones, en un drástico giro de la historia que pocos, fueran propios y ajenos, eran capaces de imaginar entonces. Es que el movimiento popular, democrático y latinoamericano en que se iba a tornar el kirchnerismo llegaba para desplegar gran parte de la agenda política por la que los socialistas habíamos venido bregando durante más de un siglo.
Y levantaba contra ella a los mismos enemigos que debimos enfrentar desde el nacimiento del partido, allá por fines del siglo 19.
A poco de asumir su banca de diputado, Alfredo planteó la necesidad de derogar las leyes de impunidad, no a partir de su experiencia personal, de las torturas que sufrió en las celdas clandestinas, sino de una honda convicción militante y de su compromiso con la causa de los Derechos Humanos. Hoy, seguramente vería con satisfacción que esa lucha no fue en vano, que los juicios conmueven hasta los recónditos entresijos de la dictadura cívicomilitar y que una nueva generación enarbola esas banderas.
Militante de la escuela pública y defensor de los derechos de los maestros, Alfredo habría comprobado con satisfacción que el presupuesto educativo nacional está en los niveles más altos de la historia, que se han multiplicado las universidades públicas, que se ha puesto en marcha una experiencia positiva con el Canal Encuentro, que la Argentina cuenta con un Ministerio de Ciencia y que los jóvenes argentinos han vuelto a las aulas con la esperanza de forjarse un futuro mejor.
Sabría, como sabemos, que falta mucho por hacer en materia de equidad, pero advertiría lo que se ha avanzado en materia de afirmación de nuevos derechos, de combate contra la pobreza, de generación de trabajo, de dignidad de los trabajadores, de inclusión social, educativa y laboral.
Creemos, finalmente, que Alfredo celebraría la posibilidad de que la política recuperara su papel como herramienta de transformación, como sucede en esta etapa de la que somos protagonistas. Jamás creyó que la política consistiera en pedir permiso a los poderosos ni en limitarse a lo que estos consideraran correcto. Le seducía el “pidamos lo imposible” del Mayo francés y hoy, seguramente, seguiría pensando en cómo ensanchar los márgenes de esa Argentina más democrática, más justa y más libre por la que luchó.


(*) Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional.

Publicado por Tiempo Argentino, Editorial, pág. 24, el 26 de mayo de 2013.


 

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