martes, 17 de abril de 2012

Tiempo Argentino

Distribuir el ingreso sin pedir permiso

Las formas han cambiado, aunque no siempre, pero el rechazo de los privilegiados a cualquier iniciativa que suponga una mejora en la distribución del ingreso o, por caso, un reparto más equitativo de la presión tributaria sigue generando rechazos viscerales.

Oscar González 
Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional.

Durante una conferencia, en 1902, Juan B. Justo relataba una anécdota ilustrativa. “Un estanciero, al pasar por la cocina de los peones, encontró escritas en la puerta las palabras ‘¡Más galleta!’, y azorado volvió a contarle a su esposa que todos los peones eran anarquistas”, apuntaba el fundador del socialismo, como ejemplo de las resistencias que generaban los avances o reivindicaciones de los trabajadores.
Las formas han cambiado, aunque no siempre; pero el rechazo de los privilegiados a cualquier iniciativa que suponga una mejora en la distribución del ingreso o, por caso, un reparto más equitativo de la presión tributaria, sigue generando rechazos viscerales.
A veces, estos se expresan de manera grosera y abierta; otras, de modo sutil y sibilino. En cualquier caso, lo que se está diciendo es que, cuando las transferencias de ingresos pretenden seguir una orientación progresiva, el Estado debería consultar antes al poder económico, en una suerte de “¿me permite?”, como si ambos debieran danzar siguiendo los acordes de una música conocida y previsible.
A la inversa, cuando se trata de confiscaciones brutales de salarios y jubilaciones, como las que signaron las décadas de los ’70, los ’80, los ’90 y la crisis de 2001-2002, no hay nada que justificar: los ajustes están en la naturaleza de las cosas y, además, han sido bendecidos por la ciencia oficial como el único camino posible cuando las cosas se han hecho mal.
La ciencia económica, que se consolidó –no casualmente– junto al capitalismo, ha prestado a este señalados servicios.
Entre sus aportes fundacionales, se contaron la idea de que la avaricia era inherente a la naturaleza humana y la constatación de que existía una mano invisible que, tarde o temprano, acomodaba las cosas en el lugar correcto.
Desde mediados de los lejanos ’70, las doctrinas neoliberales vinieron a justificar el embate de las grandes empresas cont ra el Estado protagónico, las conquistas laborales y los avances en materia de progresividad fiscal que impactaban en la tasa de ganancia, el único indicador que alegra o entristece el corazón capitalista. En su caso, uno de sus más preciados hallazgos fue que el rumbo de la producción y las finanzas podía –e incluso, debía– desentenderse del destino de las sociedades y, claro está, del que la naturaleza tenía reservado a los pobres.
Algún economista estadounidense –al que Galbraith dedicó una de sus punzantes sátiras– dijo alguna vez que si los impuestos bajaban aumentaría la recaudación fiscal. Otros han sostenido, sin ponerse colorados, que la mejor manera de mejorar la situación de los trabajadores era reducir los salarios, porque cuando estos superan el nivel adecuado generan desocupación y, por ende, pérdida de ingresos. No faltó la célebre teor ía del der rame; según la cual, si los ricos ganaban dinero escandalosamente, todos terminarían beneficiados.
Durante años, la Argentina fue un ávido comprador de esas doct r inas, cuyas ventajas fueron divulgadas por la prensa seria, los organismos internacionales y think tank como FIEL o la Fundación Mediterránea. Sus recetas impregnaron las políticas públicas de la dictadura cívico-militar hasta la pesificación asimétrica de Duhalde, pasando por la década menemista.
Aunque el neoliberalismo tuvo sus panegiristas mediáticos –como el finado Neustadt, que intentó asimilarlo al sentido común–, su fortaleza no estuvo en la apariencia científica de sus argumentos, sino en que se trataba de la doctrina oficial del capital concentrado. Y sigue siéndolo.
Por eso, el proyecto que se inicia en 2003 con el gobierno de Néstor Kirchner es portador de gestos de atrevimiento que no pueden ser tolerados. En apenas una década, un Estado que había otorgado la “Orden de Mayo al Mérito” al vicepresidente del principal acreedor de la deuda externa argentina, pasó a darse el lujo de tomar decisiones autónomas, a discutir mano a mano con el establishment y a enfrentarlo con medidas inconsultas.
Y esas acciones tuvieron impacto sobre la distribución del ingreso: no todo el que hubieran querido sus promotores, pero el suficiente para generar las mismas resistencias que aquel reclamo de “¡Más Galleta!”. El casi aséptico coeficiente de Gini muestra que la Argentina es una sociedad menos desigual, tanto respecto de sí misma como de todos sus vecinos. Aunque levemente, el 10% más rico de la población ha perdido participación en el ingreso en relación de los deciles más pobres.
Esos gestos de atrevimiento, que son bastante más que un relato y tocan intereses concretos, deben ser castigados.
Por eso la violenta embestida contra el gobierno que hoy se concentra en la figura del vicepresidente, pero que apunta más arriba. No vaya a ser que termine creyéndose que, en vez de hacer las cosas bien y obedecer a los que saben, el lugar del Estado está al lado de los que piden más galleta.

Publicado por Tiempo Argentino, Editorial, pág. 27, el 17 de abril de 2012 


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